Sociedad

Bloomberg cree que “sangrientas” protestas en América Latina se mantendrán

Se llama Plaza Italia, es una amplia rotonda en Santiago, la capital chilena. Al norte y al este viven los ultrarricos del país. Una forma de describir a los que no conocen la sombría realidad del resto del país es diciendo que “nunca han bajado de Plaza Italia”.

Este lugar es un foco de concentración para feroces manifestaciones callejeras, tras las cuales Chile ha pasado de ser el país más rico y estable de América Latina a un caso de prueba de profundo malestar social. El área, que los manifestantes han renombrado Plaza de la Dignidad, está cubierta de capas de grafiti, y la mayoría de los almacenes fueron saqueados y cerrados.

El caso de Chile, con daños a la propiedad de al menos US$2.000 millones y 26 muertos, ha conmocionado al mundo de inversionistas porque supuestamente era un modelo regional. Sin embargo, el virus del descontento ya se estaba extendiendo a otros lugares, y las calles en Colombia, Ecuador y Bolivia se convertían en escenas de furia incendiaria.

Numerosos factores están en juego; entre los más significativos figuran desigualdad económica, tensiones étnicas y brutalidad policial. Si bien las protestas más violentas se han disipado por ahora, estas inconformidades continúan royendo la cohesión social y podrían una vez más provocar inesperados y repentinos disturbios. Reina la fragilidad en las instituciones y el Estado de derecho, y se espera otro año difícil para las economías.

La desigualdad en Chile

Cada viernes, después de que David Vargas completa su turno como técnico en una compañía de tarjetas de crédito en el exclusivo barrio santiaguino de Nueva Las Condes, se dirige a la cercana Plaza Italia para unirse a las protestas.

Vargas, de 38 años, encarna la división socioeconómica de Chile. Proviene de una familia humilde y trabaja entre los acomodados del país. Aunque alguna vez sintió que la brecha se reducía, últimamente la ve estancada. Se sorprendió al notar la diferencia entre cómo las autoridades trataban su vecindario laboral y su vecindario residencial.

El área alrededor de su compañía “estaba llena de soldados”, dijo. “Vigilaban todo cuando no había pasado absolutamente nada. Pero si iba al centro o a otras partes de Santiago, era puro caos. Solo cuidaban desde Plaza Italia hasta los barrios ricos”.

El padre de Vargas, extrabajador de una fábrica, recauda una pensión mensual por discapacidad de solo 80.000 pesos, alrededor de US$100. Su madre limpiaba casas.

“Estoy protestando principalmente por las pensiones y para mostrar solidaridad porque en este momento tengo privilegios que muchos no tienen”, dijo Vargas. “Sé lo que es vivir en un barrio pobre, sé lo que es esperar ocho horas en los hospitales públicos para recibir servicio, sé lo que significa que los ancianos reciban pensiones extremadamente bajas y no tienen suficiente para vivir o para comprar comida”.

A pocas cuadras de distancia es donde todo comenzó. A principios de octubre, en una estación de metro, los estudiantes planearon una evasión de boletos provocada por un aumento de 30 pesos en la tarifa. Se coordinaron en redes sociales y colgaron los pies sobre las vías para obligar a los trenes a detenerse. Las cosas se pusieron feas, rápidamente. Fuerzas especiales de la policía se enfrentaron con manifestantes y grupos prendieron fuego a docenas de estaciones.

Aturdido, el Gobierno declaró estado de emergencia y un toque de queda, enviando al ejército a las calles. Las protestas se transformaron en el mayor descontento social desde al menos la dictadura de Augusto Pinochet en las décadas de 1970 y 1980. Ahora estaban en contra de todas las injusticias imaginables: bajas pensiones, deudas escolares, servicios de salud, educación pública, brutalidad policial, derechos de las mujeres e incluso el reemplazo la Constitución de la era de Pinochet, que el presidente Sebastián Piñera ha aceptado en un intento por calmar la situación.

El mensaje fue claro. La abandonada clase media del país más rico de Suramérica estaba enfurecida. Fue una muestra de la frustración de poblaciones similares en toda la región en los últimos años.

Paulina Astroza, profesora de ciencias políticas en la Universidad de Concepción de Chile, comenta que el modelo económico de Chile funcionó cuando los precios de los productos básicos se dispararon, pero ha fallado desde entonces.

“El problema es la desconfianza de la clase política, de la iglesia, incluso de los líderes sindicales y laboristas”, dijo. “Tiene que haber un cambio en el modelo para una mayor redistribución de la riqueza o la grotesca desigualdad y el descontento continuarán. Si queremos evitar otros levantamientos en uno, dos o incluso cinco años, tenemos que ver una redistribución del poder”.